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De izquierda a izquierda

Por: Jorge Volpi Escritor, ensayista, novelista, Premio Alfaguara (2018) con el libro Una novela criminal. Columnista y analista de temas políticos latinoamericanos. Especial para Revista Alternativa

Miguel Díaz-Canel. Andrés Manuel López Obrador. Xiomara Castro. Daniel Ortega. Gustavo Petro. Nicolás Maduro. Luiz Inácio Lula da Silva. Pedro Castillo. Luis Arce. Gabriel Boric. Alberto Fernández. La marea carmesí que inunda otra vez América Latina, de México a Argentina y de Colombia a Brasil, luce tan heterogénea e inaprehensible como las acciones y las personalidades de este elenco en el que caben desde un brutal dictador de 77 años —o dos: con Rosario Murillo, a Nicaragua la gobierna un monstruo bifronte— hasta un joven activista, que podría ser su nieto, de apenas 36.

Los contrastes no solo apuntan a la distancia generacional ni están sellados por las historias de cada país; es como si en esta nebulosa cupiese, más bien, cada una de las vertientes posibles de la izquierda latinoamericana, desde las más autoritarias hasta aquellas que enmascaran sus pulsiones de derecha —sin jamás reconocerlo— y desde aquellas que no abandonan los lastres del siglo XX hasta las que se abren paso, de manera un tanto incipiente, a los desafíos del XXI.

Presidente Daniel Ortega, «A Nicaragua la gobierna un monstruo bifronte»

Y, aun así, algo ha de significar que, después de una primera explosión en los albores del nuevo milenio —financiada por Hugo Chávez a partir del 2002—, de nueva cuenta los ciudadanos del continente se decanten de forma mayoritaria por regímenes que, así sea de forma equívoca o engañosa, se identifican como progresistas. Si no un fantasma, en la región de nuevo se percibe un hartazgo generalizado hacia quienes en estos últimos años se aprovecharon de sus posiciones al margen de cualquier principio ético: es decir, con los regímenes conservadores o reaccionarios que sustituyeron a aquella marejada, con Piñera, Macri, Bukele y Bolsonaro a la cabeza.

La alternancia es la prueba de fuego de la democracia: la única herramienta de que disponen los ciudadanos para castigar a gobiernos que no han cumplido con sus expectativas.

Si en casi todos los demás aspectos públicos las naciones de América Latina continúan enfangadas, este mecanismo parece haberse asentado —salvo en las dictaduras— desde los albores de este siglo. No obstante, lo más grave es que esta oscilación pendular demuestra que, si nos alejamos un poco de los árboles y nos concentramos en el bosque, ni unos ni otros han logrado avances sustanciales en la región, la cual continúa siendo una de las más desiguales y violentas del planeta. Y nada indica que esta segunda ola de izquierda haya aprendido de los errores de sus predecesores y vaya a conseguir lo que estos no lograron una década atrás.

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Vista en su conjunto, al margen de su posición ideológica, la clase política latinoamericana se ha revelado incapaz de escapar a la corrupción o de sanear siglos de abusos, distraída en sus propias batallas o sumidas en la rapiña o la indiferencia, impedida para acometer las reformas necesarias para mejorar las condiciones de millones. Ello no significa que las diferencias entre quienes se proclaman de derechas y quienes se asumen de izquierdas sean irrelevantes: en distintos puntos de la agenda, en especial aquellos que engarzan con los derechos humanos y sociales, sus acciones sin duda son contrarias o irreconciliables, pero lo cierto es que, en temas políticos y económicos, el neoliberalismo que los primeros tanto ensalzan y los segundos tanto abominan parece haber contaminado a todos los políticos del continente al grado de volverlos casi intercambiables. De alguna manera, Odebrecht ha exhibido la primacía de este espíritu común sobre cualquier creencia, al comprar por igual a políticos de izquierda o de derecha: la venalidad los hermana.

Se impone desbrozar la paja del heno y reconocer que los regímenes dictatoriales o autoritarios que se definen ostentosamente de izquierda —de Cuba a Venezuela y Nicaragua— no deben ser admitidos en su seno.

A estas alturas debería quedar claro que una parte esencial del programa progresista radica en la defensa a ultranza de los derechos humanos y que allí donde se violan de manera sistemática, como en los casos antes mencionados, se impone una condena sin paliativos en vez de esa aquiescencia, heredada de los frentes nacionales de los años treinta del siglo pasado, que evita cualquier autocrítica para no darle armas al enemigo.

A continuación, vale la pena advertir que, en al menos dos de las economías más importantes de la zona, México y Argentina, sus gobiernos son trasuntos de los partidos hegemónicos que los caracterizaron en el pasado, convirtiéndose en criaturas híbridas que lo mismo aplican políticas de izquierdas que neoliberales. Se trata, pues, de coaliciones o amalgamas que forjan poderosas maquinarias electorales para abarcar sectores irreconciliables, en las cuales el pragmatismo supera cualquier otra consideración. Los peores vicios del priismo y del peronismo siguen vivos en sus genes. El caso mexicano es característico: aunque López Obrador a diario fustigue a rivales a los que tacha de conservadores, impone un alud de medidas —como la extrema austeridad estatal o la militarización— que defendería con ahínco cualquier conservador de cepa.

«Lula da Silva, el regreso de uno de los líderes más carismáticos y brillantes de la primera ola de izquierdas»

El permanente caos en que se halla sumido Perú, así como el regreso de la izquierda aviesamente desplazada en Bolivia u Honduras, no permite considerar que estos países puedan ser modelos a seguir: se trata de escenarios en penosa reconstrucción que se encuentran muy lejos de cumplir sus promesas. Aunque en Brasil haya ocurrido algo acaso más drástico —la derecha consiguió el impeachment de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula—, el regreso de uno de los líderes más carismáticos y brillantes de la primera ola de izquierdas augura un nuevo laboratorio de ideas cuyos resultados serán cruciales para la región: en un clima polarizado al extremo, como en casi todo el continente, sus gestos y acciones marcarán en buena medida las posibilidades de la izquierda en el siglo XXI.

«Los casos de Chile y Colombia resultan los más esperanzadores, pese a la impericia y los tropiezos iniciales de Boric»

A su lado, los casos de Chile y Colombia resultan los más esperanzadores: pese a la impericia y los tropiezos iniciales de Boric, su ímpetu es el único capaz de ilusionar a miles de jóvenes en la región. Por su parte, Petro se ha revelado como el más sensato y coherente de los líderes de América Latina, impulsando una agenda que, centrada en el combate a la desigualdad y la discriminación —con el aumento de impuestos a los más ricos o su plan de paz—, no ha eludido comprometerse con el medio ambiente o con la agenda social progresista en un contraste absoluto con, digamos, el rancio conservadurismo de López Obrador.

En la mayor parte de América Latina, el diagnóstico de este variopinto conjunto de líderes, incluso de los llamados populistas —un término que ya casi nada significa—, ha sido preciso: nos hallamos en una parte del mundo cuyas estructuras de poder fueron edificadas para beneficiar a unos cuantos, para garantizar sus privilegios y su impunidad. Lamentablemente, la primera marea carmesí se equivocó en casi todas las medidas para combatir este estado de cosas, acentuando en muchos casos los problemas que con tanto tino señalaban. En muchas partes, como México o Argentina, continúa ocurriendo lo mismo: saber la enfermedad no garantiza saber aplicar la medicina correcta.

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Y esa no consiste por seguro en batallar día y noche contra enemigos reales o imaginarios, con echarle la culpa al pasado —o al neoliberalismo— de todos los males del presente o con aplicar medidas cosméticas solo para garantizar su granero electoral, sino con cambiar radicalmente los principios con que fueron ensambladas nuestras sociedades, dotándolas de auténticos estados de derecho con sistemas de justicia independientes y confiables, así como por una serie de medidas que en verdad se preocupen por combatir de raíz la desigualdad y la violencia —del aumento de impuestos a los ricos a marcos de justicia transicional y la legalización de las drogas—: solo cuando esto ocurra podremos celebrar que el mapa de América Latina se pinte de rojo.

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