La voz al otro lado de la línea era la de un adolescente. Con un marcado acento paisa, habló seco y directo: –Ave María, estos señores reporteros no entienden nunca nada. Cómo hago para que nos dejen tranquilos. Solo quieren saber de asesinatos, de bombas, no les interesa nada más-.
Con voz pausada, le pedí que me escuchara: -Por favor no me cuelgue. Quiero hacer una historia desde el lado humano sobre cómo usted, su hermana y su mamá, han logrado sobrevivir a las amenazas de muerte de los enemigos de su papá. Y también sobre qué van a hacer ahora que ningún país los quiere recibir como ciudadanos-.
Fueron unos largos segundos en silencio. Pensé que me había colgado. Con un tono más conciliador me respondió: -Hombre, que te puedo decir. Tengo más de cien peticiones de entrevistas con periodistas de todas partes del mundo. Usted sería la 101. No te puedo prometer nada. Porque no haces un cuestionario con algunas de las preguntas, las miramos con mi mamá y si ella está de acuerdo, te aviso y hacemos la entrevista personal. Puede ser. Hoy mismo me las deja en la recepción del edificio porque no sé cuánto tiempo vamos a estar acá y las miramos, eso sí, sin compromiso-.
Era la mañana del martes 30 de noviembre de 1993. En ese entonces, trabajaba como reportero de orden público para la Revista Semana y llevaba tres años sobreviviendo a la guerra desatada por Pablo Escobar. Era más un reportero de guerra. De ese terrorismo demencial, desatado por el jefe del cartel de Medellín que hizo estallar un avión de Avianca en pleno vuelo donde murieron 107 personas (noviembre de 1989), que ordenó colocar un carro bomba con más de 500 kilos de dinamita en las instalaciones del DAS, en una de las zonas populares y más concurridas de Bogotá, donde murieron 63 personas y más de 600 heridos, muchos de ellos quedaron lisiados para siempre. (diciembre de 1989)
El mismo que hizo volar el edificio del diario El Espectador y posteriormente asesinó a su director. El mismo que ordenó la muerte del candidato Luis Carlos Galán, el Procurador General de la Nación, Carlos Mauro Hoyos, a cientos de jueces, magistrados e investigadores judiciales, y que pagaba dos millones de pesos por policía asesinado.
El mismo que dio origen al sicariato en Colombia y la semilla fueron los jóvenes de las barriadas en las comunas de Medellín, donde se leían grafitis que decían “no nacimos para semilla, olemos a formol”.
Pablo Escobar, el genio del mal. El mismo que en 1991 se entregó a las autoridades y vivió durante 13 meses en una cárcel construida por él, dirigida por él y que se escapó cuando a él se le dio la gana.
Pero esa fuga fue el comienzo de su fin. Sus antiguos socios se unieron para darle caza. Un grupo que se conoció como los “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar). Que terminaron haciendo alianzas con la Fiscalía, con los oficiales del Bloque de Búsqueda de la Policía, que se creó con el único fin de dar con el paradero de Escobar.
Entonces, la familia del jefe del cartel de Medellín quedó a la deriva. Bajo la amenaza de Los Pepes que conocían de sus movimientos y que fueron eliminando uno por uno a sus lugartenientes, que habían sembrado el terror con bombas y asesinatos selectivos, hasta dejarlo a merced de su propia suerte.
Fue una persecución implacable de año y medio de autoridades y enemigos, unidos en un solo objetivo, y que puso contra las cuerdas a Escobar, que se fue quedando sin su ejército de sicarios y que finalmente lo llevó a que su familia saliera del país porque temía que los asesinaran.
Viaje frustrado
Fue así, como el sábado 27 de noviembre de 1993, María Victoria Henao y sus hijos menores de edad Juan Pablo y Manuela Escobar, abordaron un avión de la aerolínea Lufthansa con destino a la ciudad de Frankfurt, Alemania. Lo hicieron después del anuncio realizado por la Fiscalía General de la Nación que indicaba el retiro del servicio de protección de la familia Escobar, y que, además, no veía señal alguna de la entrega del jefe del cartel de Medellín.
Pero el viaje fue corto. 48 horas después de haber abandonado el país, la familia del jefe del cartel de Medellín estaba de regreso. La razón: el gobierno de Alemania los expulsó luego de negarles la visa de asilo político. Su estancia en tierras alemanas se limitó al tiempo que pasaron en la zona de tránsito internacional, mientras fueron ubicados en el siguiente vuelo de Frankfurt rumbo a Bogotá.
A las 7:15 de la noche del lunes 29 de noviembre de 1993, los familiares de Escobar fueron recibidos en el aeropuerto El Dorado por la propia policía y se les ofreció como medida de protección, ubicarlos en uno de los apartamentos de las Residencias Tequendama, localizadas en la zona empresarial del centro de la ciudad.
La idea
Todos estos acontecimientos los había seguido en detalle. Era una historia periodística muy suculenta y que merecía intentar lo que parecía imposible en su momento: una entrevista con Escobar, como parias, que le daría la vuelta al mundo.
Pero la pregunta que me dio mil vueltas por la cabeza, era cómo tener acceso a ellos, en medio de semejante desplazamiento de seguridad. Llevaba tres años trabajando en temas relacionados con el narcotráfico y en especial la guerra terrorista desatada por Escobar y sabía que el acceso a la familia era como atravesar un dique de contención.
Eran las 9:30 de la mañana de ese martes 30 de noviembre y sentado en la silla de mi pequeña oficina en la Revista Semana se me ocurrió la estrategia más elemental y obvia posible. En ese entonces, no había internet ni celulares, todo era a través de líneas telefónicas convencionales y los reporteros nos apoyábamos en un enorme directorio telefónico, de páginas blancas y amarillas, con las hojas despedazadas de cada teléfono o dirección que rasgábamos para salir corriendo detrás de alguna buena fuente.
En medio de ese caos de directorio, encontré el número del conmutador de Residencias Tequendama. Marqué, con el credo en la boca. Me sorprendió no escuchar la voz cálida de una recepcionista, sino la de un hombre de pocas palabras - ¿A qué número de apartamento quiere que lo comunique? - No supe responder. No tenía ni idea en qué piso y mucho menos en qué habitación estaba ubicada la familia Escobar.
-Señor, sólo quiero que me comunique con la familia Escobar -. No me preguntó nada más. El teléfono repicó cinco veces. Al otro lado de línea escuché la voz adolescente de Juan Pablo Escobar, que para ese entonces tan solo tenía 16 años de edad y los organismos de inteligencia lo señalaban como el sucesor de su padre.
El mensajero
Salí disparado de la oficina. En busca de Mauricio Vargas, jefe de redacción y con quien había hecho una fuerte amistad que con los años se consolidó mucho más. “Usted está loco”, fue lo primero que me dijo cuando le conté lo que acababa de hacer y la enorme posibilidad de entrevistar a la familia Escobar. “El problema que tenemos es que lo va a lograr. Y vamos a tener una semana de mierda, porque todavía faltan cuatro días para el cierre de la edición y muchas cosas pueden pasar”. Palabras proféticas.
Lo primero que acordamos fue no contarle a nadie más hasta tanto no tuviéramos la confirmación de la entrevista. Lo segundo, que me encerrara a redactar las preguntas en una vieja máquina de escribir que estaba a punto de sacar la mano.
Sentado frente a la hoja blanca y envuelta en el rodillo, pensé que no podían ser muchas preguntas, que tenían que abordar temas generales para luego profundizar cuando estuviéramos frente a frente en la entrevista, que las primeras preguntas tenían que ser muy en tono humano y ganar confianza.
-¿Cómo ha logrado soportar esta incertidumbre de no tener un lugar en el mundo donde pueda proteger a sus hijos de 9 y 16 años? ¿Tendrán que cargar para siempre con la cruz de su papá? -. Fue la primera pregunta de doce más. Todas escritas en letras mayúsculas. Con doble espacio. Redactadas en dos hojas tamaño carta. Al final escribí el número del conmutador de la revista. Doblé el papel con sumo cuidado y lo coloqué en un sobre de manila. Con un marcador de tinta negra escribí en el sobre: “Urgente: familia Escobar”.
Hasta ahí, no me había dado cuenta de que tenía otro grave problema por delante. Cómo ingresar a Residencias Tequendama, cuyo edificio estaba custodiado por dos anillos de seguridad de Ejército y Policía.
A las 11:30 de la mañana de aquel martes 30 de noviembre de 1993, le dije al mensajero de la revista que me prestara su chaleco reflectivo, el casco de la moto y la vieja maleta donde cargaba la correspondencia. Así llegué al mostrador del primer piso en Residencias Tequendama. No había una sola mujer. Solo hombres, que, con su corte de pelo, se delataban que eran agentes encubiertos. Había un ambiente tenso. Todas las miradas me siguieron en los pasos que di y en las palabras que pronuncié: “correspondencia para la familia Escobar”.
Media hora después estaba de regreso a la revista. No me moví en toda la tarde de la oficina. Me extrañó la facilidad con la que ingresé y entregué la correspondencia. Le pedí a la recepcionista que no fuera a perder una sola llamada y cualquiera que fuera para mí, de inmediato la trasladara sin preguntar quién me buscaba.
Oídos electrónicos
A las 8:35 de la noche repicó el teléfono de mi oficina -¡Hombre, cómo me le va! ¡Qué pena la tardanza, pero acá hemos estado muy ocupados. No sabemos qué va a pasar con nosotros. Mi hermanita es muy pequeña y todo esto la tiene muy asustada. No hace sino llorar y nadie se compadece por menores de edad como lo somos nosotros. Vea hermano, mi madre dice que sí, que hagamos la entrevista con ustedes. La vamos hacer presencial. Nos vamos a guiar por las preguntas. Yo le aviso para que la hagamos mañana en la tarde-.
A partir de ese momento y durante los días miércoles, jueves y viernes ya 2 de diciembre de 1993, hablé con Juan Pablo Escobar una infinidad de veces. Cada una de ellas para programar de nuevo la hora de la entrevista. Cada una de ellas para escuchar que les diera un poco más de espera. Cada una de ellas, pidiéndole que agilizáramos la entrevista porque la edición de la revista la cerrábamos en la madrugada del sábado y el tiempo se nos agotaba.
-Vea hombre, no se preocupe. La entrevista solo la vamos hacer con ustedes. Lo que pasa es que mi mamá ha estado también ocupada resolviendo el tema para dónde nos vamos de acá, porque no queremos estar mucho tiempo. No nos sentimos seguros-.
Lo que la familia Escobar ni yo teníamos la menor idea era que dos pisos encima del apartamento que ellos ocupaban, estaba ubicado en el puesto de mando de inteligencia el entonces teniente de la Policía Óscar Naranjo, uno de los oficiales más avanzados en el país en tema de inteligencia electrónica.
Cuando se conoció que Alemania no recibía a los Escobar en su territorio y de igual forma se pronunciaron otros países europeos, Naranjo y un equipo de oficiales de inteligencia interceptaron la línea telefónica tanto del conmutador de Residencias Tequendama como las del apartamento donde sería ubicada María Victoria Henao y sus hijos. También ubicaron micrófonos en los lugares estratégicos del apartamento, con la esperanza que en algún momento Pablo Escobar se comunicara con su familia y así poder rastrear con equipos de alta tecnología y el trabajo de los oficiales de campo, la zona y el lugar donde estaba escondido.
Todas las llamadas y conversaciones que sostuve con Juan Pablo Escobar fueron escuchadas por el equipo del teniente Óscar Naranjo. Todas ellas, como lo reconoció el alto oficial, fueron claves para dar con el paradero final de Pablo Escobar.
Por esa razón facilitaron mi ingreso a Residencias Tequendama para dejar el sobre con las preguntas. Por esa razón siempre hubo una línea disponible cada vez que marcaba desde la revista al conmutador del edificio para poder hablar con Juan Pablo Escobar y tratar de agilizar la entrevista porque el tiempo pasaba y a cualquier momento se podía frustrar el encuentro.
Viernes 02 de diciembre 1993
Los aplazamientos de la entrevista entre miércoles, jueves y viernes, tuvieron una única razón, que posteriormente quedó muy claro: Pablo Escobar comenzó a comunicarse con su hijo desde el mismo martes 30 de noviembre cuando logré comunicarme y le pedí que me diera una entrevista para la revista. Y esas llamadas se intensificaron tan pronto llegaron las preguntas.
Después de la muerte de Pablo Escobar, mantuve una comunicación con Juan Pablo Escobar. Siempre desde el plano profesional. Y hablamos largamente sobre la entrevista y sus conversaciones con su padre. Incluso, para este reportaje lo volví a contactar para refrescar algunos detalles.
El pasado 27 de septiembre hablamos por chat. Le conté sobre este reportaje. Le pedí que me diera una entrevista y esta vez me respondió “Me encantaría decirle que sí. Pero tengo firmado contrato de por vida con NBC- Universal-Telemundo, por todas mis historias hasta fin de 1994”.
Me dijo que podíamos hablar de su presente- “ahora hago experiencias de juegos de realidad virtual para la juventud. Donde los aconsejo para que elijan un buen camino”. Y me envió la foto que publicamos con este reportaje.
En el pasado, en Argentina en 1999, se cambió de nombre, ahora se llama Sebastián Marroquín, al igual que sus familiares que tienen otra identidad, para empezar una nueva vida, hablamos largamente sobre lo que ocurrió ese 2 de diciembre de 1993.
-Vea hermano. Tan pronto le conté a mi papá ese 30 de noviembre que un periodista de Semana me había pedido una entrevista, ese señor se transformó. Le importó un culo que lo estuvieran escuchando y pudieran interceptar el teléfono y saber dónde se encontraba. Estaba muy desesperado. Quería aprovechar la entrevista para que el mundo se enterara que a nosotros unos adolescentes, nos iban a matar por sus pecados”.
En ese entonces, continuó con su relato en un pequeño café de Buenos Aires. Allí estaba estudiando Arquitectura: “Cada pregunta que vos me enviaste, la contestó como cinco veces. Cada vez que llamaba le agregaba o le quitaba cosas”. Y recordaba: “Y de paso me vaciaba. No se le olvide decirle al periodista que todo debe salir”. Así había ocurrido dos años atrás cuando lo entrevisté antes de que entregara a una delegación encabezada por el padre García Herreros, del Minuto de Dios. En esa oportunidad me dijo: “Si no salen la respuesta tal cual como se las doy, no quedará generación suya sobre la faz de la tierra”.
El jueves 2 de diciembre de 1993, la tensión en la revista estaba a tope. Todo el foco noticioso estaba sobre la familia de Escobar en Residencias Tequendama y la intensa búsqueda del jefe del cartel de Medellín por parte de sus ex socios y autoridades. Las directivas de la revista ya estaban enteradas de lo que teníamos entre manos y la orden fue duplicar la impresión de ejemplares. Una locura. Pero todo eso era secundario. Solo esperaba el santo y seña para salir rumbo a Residencias Tequendama con un fotógrafo.
Tabaco y Whisky
La primera llamada de ese jueves 2 de diciembre fue a las 10:00 de la mañana. “Hombre buen día. Los espero en una hora para hacer la entrevista”. Cinco minutos después. “No, qué pena. La pasamos mejor a las doce. Mi mamá se ocupó”. Hacia las 11 de la mañana. “No te preocupes. Sí hacemos la entrevista, pero la vamos a correr para la las dos y media de la tarde”. A la 1:45 de la tarde: ¡Véngase ya!
Fue la última conversación telefónica. En Buenos Aires en 1999 me contó. “Mi padre no paraba de llamar, que le diera espera, que él quería meter otras preguntas. Me dictaba. Me corregía. Gritaba. Lo gritaba. Le tiraba el teléfono porque sabía que lo iban a ubicar. Descuidó por completo su seguridad, él que era obsesivo con ese tema”.
A la 1:50 de la tarde salimos como locos de la revista y cuando estaba abordando el taxi, que teníamos contratado para que nos llevara a Residencias Tequendama, la recepcionista me gritaba que esperara. Que me necesitaban urgente al teléfono. Le respondí: “Si es de Residencias Tequendama ya salí”. No, es otra persona. Que lo necesita con urgencia.
-Aló? - dije con voz agitada. -Prenda el tabaco y tómese el whisky-
Quedé paralizado. Tres meses atrás en una operación del Bloque de Búsqueda me encontré con un oficial de inteligencia y terminamos en el cuarto del hotel hablando de toda esa frustración de no dar con el paradero de Escobar. Cuando se iba a marchar, abrió el minibar y sacó una pequeña botella de whisky y del bolsillo del uniforme, un tabaco todo ajado. “Si estoy en un operativo que demos con el paradero de ese delincuente, lo llamo y le digo: prenda el tabaco y tómese el whisky”.
Busqué a Mauricio Vargas que se sorprendió al ver que no me había ido. -¿Qué pasó? -. Le conté la historia. ¡Llame ya a Residencias Tequendama a ver qué sabemos! me dijo-. Intenté unas cuatro veces, pero en el apartamento de los Escobar nadie respondió. Buscamos una radio y comenzamos a monitorear las noticias. Unos 20 minutos después, Juan Gossaín, uno de los periodistas estrellas de la radio en Colombia, soltaba la noticia. Escobar había sido dado de baja en el tejado de una casa en un populoso barrio de Medellín.
El final
Las sorpresas no terminaban. Y quizás vino el momento más difícil de toda esta historia. Dos horas después los oficiales de la policía daban una rueda de prensa contando pormenores de cómo habían logrado dar con el paradero de Escobar. Una de las voces de esa reunión con los periodistas era la del entonces teniente Óscar Naranjo: “Logramos interceptar una serie de llamadas de Escobar con su hijo desde que se ubicaron en Residencias Tequendama. Esas conversaciones fueron seguidas y por largo tiempo. Estaban respondiendo un cuestionario de una entrevista para un medio de comunicación”.
Han pasado 30 años del fin de la historia de uno de los hombres que sembró el terror en Colombia, que puso en jaque al Estado, que permeó con sus dineros ilícitos a la política y justicia de este país. Que transformó a una parte de la sociedad que todo vale y que el dinero fácil es la vía más rápida.
Hoy el general Óscar Naranjo, quien estuvo al frente de la operación electrónica, ha lanzado un libro que cuenta buena parte de esta historia. Y que dedica uno de sus capítulos, a la entrevista de Semana, que permitió finalmente ubicar el escondite de Escobar.