No cabe duda que el Estado colombiano está obligado a cumplir de buena fe con sus compromisos internacionales, en especial, con aquellas convenciones que integran el derecho internacional de los derechos humanos. De igual modo, debe aceptarse que la idea del control de convencionalidad1 llegó para quedarse, de manera que mal puede pretenderse dar prevalencia al orden constitucional cuando resulta evidentemente contrario a los mandatos del derecho internacional.
Sin embargo, advierto con preocupación que en la sentencia que motiva esta reflexión, la Corte IDH se vale de la doctrina del control de convencionalidad para imponer una visión de lo que es un Estado respetuoso de los derechos humanos que dista de ser la única válida. En especial, la Corte soslayó las particularidades históricas y jurídicas del régimen
institucional por el que todos los colombianos optamos en la Constitución de 1991 y que explican las normas e instituciones infundadamente consideradas inconvencionales.
Valiéndose de una interpretación literal del artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos, la Corte IDH concluyó que las funciones disciplinarias atribuidas por la Constitución al Ministerio Público resultan inconvencionales, pues ninguna autoridad administrativa, con independencia de sus características, puede limitar el ejercicio de derechos políticos como resultado de un proceso sancionatorio. En otras palabras, para la Corte IDH resulta intrascendente el hecho de que el Ministerio Público sea un componente esencial del Estado de Derecho en Colombia, que sus representantes tengan origen popular, cuando menos mediato, y que sus actos sean objeto de un amplio control jurisdiccional, pues en su criterio, imperan las palabras “juez”, “penal” y “condena” previstas en el mentado artículo 23.
Al privilegiar la interpretación exegética, haciendo caso omiso de las particularidades del orden institucional colombiano, la Corte IDH en poco contribuye a la garantía efectiva de los derechos convencionales y sí, por el contrario, pone en duda la legitimidad de miles de decisiones cuyo acierto y legalidad jamás fue cuestionado. En especial, priva a los colombianos de instituciones y procedimientos que han permitido una respuesta oportuna a casos de corrupción de la mayor gravedad y resonancia social, los cuales infortunadamente, en no pocas ocasiones son protagonizados por servidores públicos de elección popular.
Y es que bien habría podido la Corte IDH acudir a una interpretación sistemática, conforme a la cual la expresión “penal” incluye toda referencia al derecho punitivo y por ende, el régimen disciplinario, en especial cuando como en Colombia, las faltas disciplinarias y las sanciones aplicables son consagradas expresamente por el legislador. De igual modo, la referencia al “juez” podría interpretarse como toda autoridad con los atributos de independencia e imparcialidad propios de las jurisdiccionales, aunque formalmente no hagan parte de esta rama del poder público.
Con lo anterior, quiero poner de presente que de un sinnúmero de interpretaciones razonables, la Corte IDH optó por aquellas que cuestionan de forma más severa el modelo de Estado imperante en Colombia, con lo que se quiere imponer un orden institucional en el que no tiene real cabida el Ministerio Público como complemento de la división de los poderes públicos y del sistema de pesos y contrapesos.
Frente a este punto, la jurisprudencia de otros tribunales internacionales de derechos parece ser más sensata, al aceptar un amplio margen de apreciación de las autoridades nacionales respecto de las opciones para cumplir con sus mandatos convencionales. La Corte IDH, que tanto bebe de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, debería prestar más atención a lo decidido al otro lado del Atlántico.
En todo caso, y más allá de este debate, invito al legislativo y al Gobierno Nacional a emprender prontamente las reformas normativas que demanda la Corte IDH, pues no se puede permitir que un Estado no tenga la normativa adecuada para enfrentar el flagelo de la corrupción.
1 Es decir, de la conformidad del ordenamiento jurídico con un tratado o convención.
“La Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tanto bebe de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, debería prestar más atención a lo decidido al otro lado del Atlántico”.