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La verdad ingenua

Un minucioso análisis sobre el informe entregado por la Comisión de la Verdad que ha despertado en el país una profunda polémica por su contenido

El informe fue presentado por los 11 miembros que conforman la Comisión de la Verdad

Por: NÉSTOR RAÚL CORREA

Ex magistrado y ex secretario ejecutivo de la JEP

El informe final de la Comisión de la Verdad es un aporte importante para el esclarecimiento del conflicto armado colombiano, para la convivencia y la no repetición, pero se edifica sobre una narrativa que tiene un error estructural: su ingenuidad. El informe ignora no solo la economía nacional sino también los avances sociales y democráticos de los colombianos durante el origen y la persistencia del conflicto armado, y que fue en medio de esos avances que un grupo de manera ilegítima se alzó en armas contra el Estado.

La subestimación de la economía, los avances sociales y la democracia

Primero, la no consideración de la economía es incluso confesada en el informe: Aunque no hicimos estudios específicos sobre el conflicto armado y la economía, después de cuatro años de escuchar el drama de la guerra, la Comisión da por sentado que si no se hacen cambios profundos al modelo de desarrollo económico del país, será imposible conseguir la no repetición del conflicto armado”(p. 38). De haber estudiado el punto habría concluido que el conflicto desatado por la guerrilla tuvo un alto impacto en la economía nacional (ver Ibañez y Kalmanovitz). Hay quien afirma que cada colombiano es 4 millones de pesos más pobre por cuenta de la guerrilla. Abstracción hecha de la cifra, muchas personas no habrían aguantado hambre y pobreza si la guerrilla no hubiese iniciado sus acciones “brutales y macabras”, según calificación del informe. Este, en su candor, deja de lado el tema económico.

Segundo, es inaceptable que el informe no considere tampoco los avances sociales y de calidad de vida. Las cifras son contundentes para demostrar el enorme progreso social en Colombia durante el período 1960-2010, que es básicamente el de las Farc, en el cual la población nacional pasó de 16 a 45 millones de habitantes. En cifras duras, que el informe ignora: el analfabetismo bajó del 30% al 6%, la esperanza de vida aumentó de 55 a 69 años, la mortalidad infantil bajó de 59.000 a 12.000 niños por año, la desnutrición bajó del 32% al 9%, el agua y la energía llegaron del 39% al 96% de los hogares, el alcantarillado pasó del 30% al 90%, la pobreza extrema bajó del 50% al 12% y el PIB per cápita subió de USD 245 a USD 6.250 dólares; pocos países progresaron tanto como Colombia. El informe, en su inocencia, deja de lado este punto. Y este enorme avance en derechos sociales y en calidad de vida se debió al buen desempeño de más de un millón de personas que trabajan para el Estado. Y se financió con el aporte de los contribuyentes. Había que felicitar a los burócratas y a los contribuyentes. Incluso se habrían podido conseguir más objetivos si no hubiese sido por la necesidad del Estado y de la sociedad de invertir en seguridad, para defenderse de la guerrilla. Durante esos 50 años la guerrilla, por el contrario, voló puentes, oleoductos, torres de energía, secuestró empresarios y realizó muchas más acciones orientadas a incrementar la pobreza. La guerrilla necesitaba ahondar las causas estructurales del descontento, para supuestamente canalizar ese malestar. Y entonces le apuntó todo a la destrucción. Esa lógica siniestra tampoco se pondera en el informe.

Y tercero, durante ese tiempo, e incluso desde hacía un siglo y medio, Colombia tenía un régimen democrático, con instituciones, separación de poderes y controles, reforzado incluso a partir de la Constitución de 1991. El informe también subestima este punto.

En fin, el informe, que “partió de preguntarnos por el origen y la persistencia del conflicto político armado” (p. 41), asume que Colombia era una finca caótica, sin pasado y sin instituciones, sin calidad de vida y sin nada. Y a partir de esas bases edifica ingenuamente sus respuestas.

“Es inaceptable que el informe no considere tampoco los avances sociales y de calidad de vida”

La banalización de las responsabilidades

En primer término, en cuanto al origen, según el informe, “hubo millones de víctimas, pero no porque un día alguien tuviera la idea repentina de salir a matar o a bombardear pueblos. Todo ocurrió en un complejo sistema de intereses políticos, institucionales, económicos, culturales, militares y de narcotráfico; de grupos que ante la injusticia estructural optaron por la lucha armada, y del Estado –y las élites que lo gobiernan– que delegó en las Fuerzas Militares la obligación de defender las leyes, el poder y el ‘statu quo’… Las responsabilidades son distintas para quienes ejercían el poder del Estado y quienes lo defendían, pues debían a toda costa respetar sus leyes sin que el conflicto los exculpara de ello. Y distintas para quienes se levantaron en armas y negaron la legitimidad del Estado” (p. 43-44). En el mismo sentido añade: “en este contexto, el Estado entró a perseguir al comunismo, mientras que los grupos revolucionarios tomaron las armas en la lucha por el poder cuando interpretaron que había razones objetivas que legitimaban la insurrección…” (p. 46). Y el informe concluye: “sin embargo, el Ejército y la Policía no son batallones concebidos para violar los derechos humanos y las FARC-EP y otras guerrillas no fueron organizaciones inicialmente montadas para delinquir» (p. 47).

Según el informe, entonces, prácticamente le salimos a deber a la guerrilla. Primero, la causa del conflicto fue “un complejo entramado”, o sea una red de personas e intereses, no fue pues el alzamiento en armas de la guerrilla. Segundo, afirma el informe que la injusticia estructural justificó la subversión, lo cual es inaceptable, pues nada justificaba desatar una guerra ni recurrir a la violencia. Tercero, dice el informe que la mayor responsabilidad es del Estado, pues debía respetar las leyes: tiene razón en que la responsabilidad era diferente y que el Estado sí tenía y tiene mayores deberes éticos y jurídicos, y que nada lo exculpa, pero no agrega que la guerrilla carecía entonces de estos límites éticos, por justamente estar por fuera de la ley, y que esa ausencia de límites es peor todavía, pues ya desborda la condición humana y pone a los guerrilleros en una situación que Bilbeny llamaría “idiotas morales”. Cuarto, no es cierto que “las guerrillas no fueron organizaciones inicialmente montadas para delinquir”, pues por definición se alzaron en armas, lo cual tiene dos consecuencias: de un lado, alzarse en armas es en sí mismo un delito; de otro lado, las armas sirven para matar, y matar también es delito. Y quinto, el informe no valora sino que omite el hecho de que la guerrilla fue una máquina de poder y de placer que se beneficiaba de una economía obscena de goce; en palabras de Zizek, refiriéndose a los nazis “fueron todos parte de esta economía obscena de goce. En este sentido, los nazis jugaron papeles burocráticos para incrementar su placer… Así que fue una especie de juego perverso”.

Entonces en la lógica del informe, supuestamente, ante unas situaciones de injusticia social, a dos fuerzas iguales les dio por pelear y por violar derechos humanos. Y de un montón de datos y testimonios sueltos resultaron un montón de víctimas. Así como así.

“Afirma el informe que la injusticia estructural justificó la subversión, lo cual es inaceptable”

En segundo término, en cuanto a las responsabilidades, la Comisión de la Verdad indagó de manera importante sobre las causas y dinámicas de 16 tipos de violaciones de derechos humanos, y en esa andadura encontró que por parejo existen responsabilidades de los grupos armados ilegales (guerrillas, paramilitares, entre otros) y del Estado colombiano. En efecto, en el informe se lee: “De diferentes maneras, los grupos paramilitares, los grupos guerrilleros, las entidades estatales y terceros civiles del sector económico, político y élites regionales, han tejido y actuado mediante alianzas, en redes en donde confluyen mayores y menores niveles de responsabilidad… Significa aceptar que somos muchos —en diverso grado, por acción o por omisión— los responsables de la tragedia” (p. 60). Y para despejar toda duda, la comisionada Marta Ruiz afirma: “el informe es parejo en describir y atribuir las responsabilidades de todos los actores del conflicto armado interno”.

Como consecuencia de lo anterior, el informe termina por diluir la responsabilidad entre todos, con lo cual se banaliza el inicio de la barbarie por parte de los verdaderos responsables. Se enloda a todo el mundo para igualar en lo malo, como si todos fuésemos culpables, de manera que la culpabilidad de los máximos responsables se diluye en ese “entramado complejo”. Según esta mirada, nadie podría tirar la primera piedra, pues nadie estaría libre de pecado, de suerte que el verdadero responsable es apenas “uno más”. Esto es lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal”.

Esta conclusión también es inaceptable: el pecado no es “parejo”. Y equiparar al agresor con el agredido, tanto en términos políticos como éticos, se sale de toda lógica, aparte de que favorece al agresor, en la medida en que banaliza sus delitos, la barbarie y el terror. Y por ese mismo camino, se propicia la impunidad.

Yo creería más bien, y eso con dudas, que lo que pasó fue que en los años sesenta un grupo armado se levantó en armas contra la sociedad y el Estado, por sí y ante sí, sin que nadie le diera la vocería para ello. Y ahí nació todo. A partir de allí el Estado se defendió, casi siempre bien y algunas veces mal. En ese largo conflicto aparecieron luego el narcotráfico y los paramilitares, y ahí empeoró todo y se degradó el conflicto. Pero la causa eficiente (de Aristóteles) consistió en que las Farc agredieron a la sociedad y al Estado, inspiradas en unas ideas en las que ellos entonces creían y que consideraban la fórmula mágica para superar todos los problemas, una especie de solución final: el socialismo. Ese alzamiento fue ilegítimo. Y, viéndose atacado, el Estado se defendió, lo cual era legítimo. Esa diferencia era fundamental tenerla como punto de partida en el informe, pues el conflicto no fue entre iguales. Se repite, existía el deber constitucional del Estado de defenderse. Y es que, no hay que olvidarlo, aquí había Estado y había Constitución, así como había leyes y jueces.

Hija de este error estructural del relato del informe son las recomendaciones: como supuestamente el Estado, con sus Fuerzas Militares, era un combatiente igual a las Farc, y como estas ya firmaron la paz y se aconductaron, entonces la tarea pendiente ahora es mejorar al Estado: para ello se propone una ruta de trabajo orientada a realizar reformas estructurales y cambiar la doctrina militar. Abstracción hecha de si esas recomendaciones son buenas o malas, el punto es que el informe propone rehabilitar al hijo descarriado: el Estado. En las páginas 53 a 59 por el contrario no se propone ninguna recomendación para la guerrilla.

La ilegitimidad de alzarse en armas

Llegará un día en que alzarse en armas será visto como hoy se ve la antropofagia o el incesto. El tiranicidio actualmente no se justifica en ninguna parte, ni siquiera en Corea del Norte. El delito político (ese oxímoron), es una especie en vía de extinción. En democracia se puede competir y ganar. La reciente elección presidencial es prueba de ello.

El informe alcanza a prever el tema: “que los que siguen en la guerra entiendan que no hay derecho para seguir haciéndola porque no permite la democracia ni la justicia y solo trae sufrimientos” (p. 60-61). En realidad nunca hubo derecho para hacerla, ni siquiera al principio. Pero para el informe la guerrilla sí tuvo un supuesto “derecho” al principio para subvertirse. Eso no es cierto. Incluso el informe alcanza a prever que ese derecho no debió existir nunca: “¿Hasta dónde los que tomaron las armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su decisión?” (p. 21); también intuyó que era necesario protegernos de la guerrilla: “Además del Ejército y de la Policía, hay que tener millones de informantes y quinientos mil guardias privados que nos protegen a los colombianos de los otros colombianos” (p. 47). Pero el informe se queda ahí, en esas simples afirmaciones, y no extrae las consecuencias: la guerrilla inició todo cuando de manera ilegítima se alzó en armas.

El conflicto sí terminó con vencedores

“Este conflicto terminó sin vencedores”, dice el otro documento de la Comisión de la Verdad. Eso tampoco es cierto. El conflicto terminó con la victoria del establecimiento, del Estado y de las Fuerzas Militares. Y terminó con la derrota de las Farc.

En efecto, la guerrilla atacó el régimen durante 50 años y no pudo tomarse el poder. Fracasó en su intento, a pesar de contar con todo el tiempo (medio siglo) y los recursos (del narcotráfico y el secuestro) para hacerlo. No fue el Ejército Nacional el que entregó las armas, como tampoco fueron las autoridades las que suscribieron “Actas de sometimiento” para poder reintegrarse a la sociedad; fueron las Farc. Si no se admite algo tan simple, se pierde credibilidad.

“El informe de la Comisión de la Verdad es un aporte para el país, y vale la pena estudiarlo y criticarlo con respeto, para construir entre todos un país más amoroso”

La idealización de la sociedad civil

El informe idealiza a la sociedad civil y la menciona en clave de víctima. Y es cierto que la sociedad puso las víctimas y eso dejó heridas que hay que sanar; y se podría hacer entrar en línea de cuenta el perdón. Pero se subestima la responsabilidad de la sociedad. La realidad es que la violencia en Colombia es estructural: antes del conflicto había violencia y esta sobrevivirá. Entonces no se trata de dos bandos: de un lado unos guerreros (subversivos, paramilitares y militares), que son los malos, y de otro lado la sociedad, que es la buena. Eso no es así. Para empezar, los que hicieron la guerra (cerca del 1% de la población nacional) provenían de la sociedad civil y eran algo representativos. Además, la mayoría de los delitos en Colombia se cometen por fuera del conflicto, o sea sin la participación de esos guerreros. Cuando el promedio nacional de homicidios era de 15.000 muertos al año, cuatro mil de ellos era por causa del conflicto y el resto era delincuencia común. Según el informe, los muertos por el conflicto fueron 450 mil, pero por fuera del conflicto hubo más de un millón de muertos, tal vez dos millones. Los grandes asesinos no estaban en el conflicto: estaban caminando por las calles de las grandes ciudades. Y es que, digámoslo de una vez, nuestro estándar ético es bastante light. Y debemos todos trabajar en eso.

En consecuencia no se trata tanto de hacer la paz y reformar a las Fuerzas Militares sino de reformar la sociedad, a través del ejemplo de los padres y de la educación, como bien lo recomienda el informe para el corto plazo.

En conclusión, el informe de la Comisión de la Verdad es un aporte para el país, y vale la pena estudiarlo y criticarlo con respeto, para construir entre todos un país más amoroso. Pero el informe en su ingenuidad hace recaer la responsabilidad en un “entramado complejo” que iguala y, por lo mismo, banaliza las responsabilidades. Ciertamente “hay futuro si hay verdad”, pero una verdad más verdadera.

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