Por María Angélica Pumarejo
La plaga, de Juliana Javierre
Una plaga de moscas se extiende sobre el pueblo de Sopinga, en la radio denuncian que puede estar relacionada con los laboratorios de reproducción artificial masiva, con el fin de que las moscas controlen el gusano diatraea, capaz de destruir hectáreas completas de caña. Así, un mal de pocos, se controla volviéndolo el mal de todos. La metáfora no podría ser mejor para un país como el nuestro y esta primera novela de Juliana Javierre la desarrolla con una narración que se ha valido de elementos fantásticos, para cimentar una historia natural, que habla también de la violencia y la memoria.
Emilia, una adolescente, vive con mamá Carmela y su abuela. Tres mujeres, hija, madre y abuela, en su pequeña vida en Sopinga, le dan a esta novela los personajes precisos para desarrollar una historia en la que no cuesta nada adentrarse y seguir página a página la desgracia de Emilia, que ha sido penetrada por una mosca, que está creciendo dentro de su cuerpo, con sus larvas hijas, además, y que a diario constituye la desgracia de la niña. El nuevo estado de Emilia le trae alteraciones inexplicables en su cuerpo, una infección vaginal que no da tregua y le produce escozor y fluidos desesperantes, una hinchazón de su barriga, un cambio en su manera de caminar para evitar el dolor que le produce el roce de la ropa en sus partes íntimas.
Todo esto narrado con detalle en las características de los fluidos, de los olores, del cambio que se experimenta. Una encerrona simbólica, nos presenta Javierre, en medio de un escenario fantástico al que luego se le suman sapos como remedio para las moscas y un ave enorme que se sienta en la casa de Emilia, que come y va al baño como si fuera una persona.
Al final muere, se queda tieso y frío luego de haberse revolcado en su propio vomito y heces. Luego de esa muerte tienen la esperanza de que todo vuelva a la normalidad. Una normalidad que está en cuestión durante todo el relato y que suscita una lectura cuidadosa en la que se puede jugar con el desciframiento de lo simbólico, al que esta pereirana, nada teme.
Salsipuedes, de Harold Muñoz
Un niño, de niño a muchacho y a hombre, con la amenaza de quedarse sordo irremediablemente, perteneciente a una familia de las que ahora se llamarían disfuncionales, quitado del lado de su padre, protegido por su tío, vive en la casa materna, no puede meterse a la piscina del conjunto porque de inmediato tendrá infección auditiva, sabe de la vida densa, amenazadora y azarosa en la que tiene que pasar sus días. A veces su historia familiar es una y a veces otra completamente distinta, a veces es un niño para su prima Nalleli, y otras veces parece su amor. Los personajes pertenecen a un mundillo del narcotráfico en una unidad residencial con acento vallecaucano, que en ocasiones es una caricia y en otras un látigo. Y en medio de las circunstancias de horror, de muerte, de desapariciones, del dinero fácil, de la fantochería de quienes lo ostentan, encontramos una voz narrativa poderosa, que no ha dudado de la simultaneidad como herramienta para contar una historia única, en la personalidad de ese protagonista que es también toda esa conjugación.
Con esta licencia, Salsipuedes de Harold Muñoz, se atreve a ir creciendo página a página hasta lograr en los capítulos finales la orquesta completa, que parece llevada por pura percusión.
Esos capítulos amparan el interior de ese niño-muchacho-hombre al que esa vida le ha dado todo y también le ha quitado todo, en la que lucha por llevar unos días normales, sin sucesos más allá de un partido de fútbol, o de ver una película. Su infección, no tener tímpano, la manera como se manifiesta esa enfermedad, nos la narra así: “Pero ahí estaba incubando calladita. La delató el olor. Yo empecé a sentir como un olor a pecueca. Estaba leyendo y me olía a pecueca. Estaba estudiando y me olía a pecueca. A podrido. El olor a carroña que llega de la nada para recordarte que Salsipuedes es un cementerio superficial.” Ahí está todo, gran metáfora de la putrefacción que ha sido para la sociedad el narcotráfico, narrado en su cotidianidad, sin salir de una unidad residencial, en un gran crescendo que nos toca profundamente.
El asedio animal, de Vanessa Londoño
Los personajes de esta novela cargan con un presente que los obliga a la acción, a las continuas decisiones, a salvarse de los otros, con rostro definido y, también, sin rostro particular, tal vez porque representan en sus cuerpos y en su memoria a un enorme resto colectivo. Son jóvenes y la vida parece que se les ha ido en escapar de una violencia que los mutila, los obliga a esconderse, a enfrentarse, también a claudicar. Hay tanto dolor acá que solo es posible sobrevivir a él por la belleza de la narración; Vanessa Londoño ha hecho en este sentido un trabajo notable.
Como si se tratara de un malabarista, el narrador, que está en primera persona y da voz a cada personaje, ha podido aliviar las magulladuras causadas entre vuelo y vuelo con una narración fina, llena de reflexiones cargadas de sentido, de instantes poéticos, de comparaciones que resultarían delirantes cuando se está, por ejemplo, en un momento de horror absoluto. Igualmente, ha hecho de la naturaleza un centro al cual agarrarse.
El narrador se abraza con todos sus sentidos a la tierra, a la sierra, a la exuberante vegetación de la selva, a la lluvia, al desierto, como si ahí pudiera salvarse y salvar a los demás.
Uno siente, como lector, todo el peso de esa geografía colombiana abrirse frente a los ojos como si fuera la única oportunidad que tenemos de aguantar tanta violencia, como si en algún momento, ya casi sin fuerzas para seguir luchando, le soltáramos todo a la tierra, a una tormenta, a la arena, al mar. Ahí radica el vigor de esta novela, en la que nos encontramos con una comprensión poco usual en el relato de la unidad del hombre y la naturaleza, también de la expresión de la memoria como un centro construido en el interior más profundo, capaz de contenernos y de proveer la fuerza necesaria para continuar y reafirmarnos.